Jesús, desde el punto de vista de Lucas
Los primeros capítulos del Evangelio de Lucas revelan cómo Dios estaba obrando en la historia humana, preparando la venida de Jesús. Se cuenta la historia de cómo Jesús nació de una familia judía que estaba profundamente comprometida en obedecer el propósito y la voluntad de Dios.
Lucas muestra cómo Dios actúa de manera dramática para cumplir su plan de renovar a su pueblo. Juan el Bautista, por ejemplo, juega un papel importante en la preparación de Jesús para el trabajo que debe hacer en nombre de Dios. Juan nace de una pareja mayor sin hijos (Lucas 1:5-25), y Jesús nace de María mientras ella estaba desposada con José y antes de que hubieran tenido relaciones sexuales (1:26-38; 2:1-20). Jesús viene de una familia judía cuyos antepasados se remontan a David (el gran rey de Israel) y a Abraham, y luego llegan hasta Adán (3:23-38).
Aunque Abraham y su esposa eran viejos y sin hijos, a él se le había prometido que tendría un hijo y que a través de él Dios bendeciría la raza humana (Génesis 12:1-3). Antes del nacimiento de Jesús, su madre María visitó a su prima y elevó un himno que celebraba cómo Dios estaba especialmente al cuidado de los pobres y los oprimidos, y cómo estas personas compartirían en el nuevo reino de Dios que iba a venir (Lucas 1:46-55). Al nacer, el único lugar disponible para que Jesús descansara fue un lecho de heno en un establo, y los que vinieron a celebrar su nacimiento eran dos tipos muy diferentes de visitantes: una multitud de ángeles que anunciaba que él traería paz en la tierra y un grupo de humildes pastores que estaban en los campos cercanos (2:8-20). Los pastores representaban los grupos sociales marcadamente diferentes que iban a ser seguidores de Jesús.
Jesús nació cuando el Imperio romano dominaba todo el mundo mediterráneo, incluyendo la tierra de Israel. El emperador de entonces era Augusto, quien reinó desde el año 27 a. C., hasta el año 14 d. C. Cada par de años los romanos obligaban a las personas a regresar a sus lugares de origen para ser ingresados en una lista de impuestos. Por esta razón, María y José estaban en Belén cuando Jesús nació. Luego, cuando Jesús fue circuncidado y presentado en el templo para la purificación (Lucas 2:21-22; Levítico 12:6), un hombre justo y piadoso declaró que este niño traería beneficios para todas las personas y sería la luz de todas las naciones (Lucas 2:29-32). Juan, al preparar el camino para Jesús, citó el profeta Isaías diciendo que toda la humanidad sería capaz de ver la gloria de Dios (Lucas 3:6; Isaías 40:3-5).
Más tarde, durante el reinado del emperador Tiberio (14-37 de d. C.), Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán. El Espíritu Santo de Dios vino sobre él y Dios declaró que Jesús era su «Hijo amado» (Lucas 3:21-22). Jesús comenzó a hacer la obra de Dios en público cuando tenía unos treinta años de edad (3:23).
En Galilea, Jesús le dijo a un grupo de judios lo que Dios estaba haciendo a través de él (Lucas 4:14-15). En Nazaret, su ciudad natal, le dijo a la gente en otra reunión que a través de él se cumplía la promesa que Dios había hecho al profeta Isaías (Isaías 61:1-2). Jesús predicó que él había sido elegido y tenía el poder de Dios para traer la buena noticia a los pobres, dar libertad a los presos y la vista a los ciegos (Lucas 4:18). La palabra traducida «elegido» significa literalmente «ungido» y se utilizaba cuando el aceite había sido derramado sobre la cabeza de los elegidos para ser reyes o sacerdotes en Israel (Éxodo 29:4-7; 2 Samuel 5:3). La palabra hebrea para unción es introducida al español como Mesías; y la palabra griega, como Cristo.
Como el elegido de Dios, Jesús tuvo un cuidado especial por los necesitados, los desfavorecidos y los marginados por motivos religiosos. Él enseñó que ellos serán parte de quienes compartirán en la vida del nuevo pueblo de Dios que él mismo ha venido a reunir. Jesús dice que su preocupación por los necesitados y los marginados no es una idea nueva. Por ejemplo, los antiguos profetas suplieron las necesidades de personas que no eran miembros del pueblo de Israel (Lucas 4:23-27) como cuando Elías dio alimento a una viuda de la tierra de Sidón (1 Reyes 17:8-16) y Eliseo curó de lepra a un oficial del ejército sirio (2 Reyes 5:1-14).
Cuando Jesús eligió a su círculo más cercano de seguidores, uno de ellos era Leví, un hombre odiado por sus compatriotas judíos por ser recaudador de impuestos para los romanos. Estos recaudadores de impuestos tenían contacto permanente con personas y cosas que la mayoría de los judíos consideraba impuras e intocables. Entre las personas a las que Jesús curó encontramos al siervo de un oficial del ejército romano (Lucas 7:1-10). Aunque Jesús rompió con la tradición judía en ese sentido, él todavía respetaba la mayor parte de esa tradición. Por ejemplo, eligió a doce seguidores para ser sus discípulos y los envió a anunciar la buena nueva del reino de Dios (9:1-6). Probablemente eligió doce (6:12-16) porque ese era el número de las tribus de Israel. Desde el principio Jesús afirmó que lo que él hacía y decía cumplía las promesas que Dios había hecho a Israel por medio de los profetas (4:21). Después de que Jesús eligiera a sus doce discípulos, que estaban seguros de que él era «el Mesías de Dios» (9:20), él eligió otros setenta y dos seguidores más (10:1-20), el número de las naciones del mundo en el pensamiento judío. Ellos fueron enviados a preparar muchas ciudades y pueblos para la venida de Jesús, quien predicaría el reino de Dios y sanaría a los enfermos.
Jesús quería que sus oyentes obedecieran la ley de Dios según lo establecido en los primeros cinco libros de las escrituras judías. Una vez, le preguntaron cómo podía uno estar seguro de ser parte de la vida del reino de Dios (10:25), y él respondió señalando dos leyes básicas: amor a Dios (Deuteronomio 6:5) y amor al prójimo (Levítico 19:18). En la parábola del buen samaritano (Lucas 10:25-37), que es el objetivo de este estudio, Jesús propuso como ejemplo de obediencia a estas reglas a alguien que no era judío, sino un odiado forastero. Cuando a Jesús se le pidieron signos para demostrar que Dios estaba renovando el mundo, él señaló que eran Jonás y Salomón. Tiempo atrás, el profeta Jonás dio a los no Judíos de Nínive una advertencia sobre el juicio de Dios (Jonás 3:4), y el rey Solomon compartió su sabiduría divina con la reina de un pueblo no judío del sur de Arabia (1 Reyes 10:1-10). Según Jesús, de la misma manera los que oirán y creerán el mensaje del reino de Dios serán personas de todo el mundo que vendrán «del norte y del sur, del este y del oeste» (Lucas 13:29).
Jesús dijo esto a través de sus parábolas: aquellos que serán parte del pueblo de Dios no serán solo los pocos piadosos, sino también los que están en profunda necesidad y aquellos que están marginados por las reglas religiosas comunes. Incluyendo «los pobres, los inválidos, los ciegos y los cojos» y los que están al lado de los caminos (14:21-23). A Dios le preocupa principalmente aquellos que han sido excluidos por los líderes religiosos, como lo demuestra Jesús en su historia del pastor que abandona su rebaño para buscar a la oveja perdida (15:1-7). Jesús dice lo mismo en la parábola de la mujer que busca su moneda perdida y se alegra cuando la encuentra (15:8-10), y en la parábola sobre el padre que se preocupa más por su hijo que huyó que por aquel que se quedó en casa (15:11-32). Jesús también habla del mendigo pobre y enfermo que recibió un lugar cerca de Abraham en la vida futura, mientras que el rico orgulloso acabó en un lugar tormentoso (16:19-31). Cuando Jesús curó a diez hombres con lepra, el único que regresó para darle las gracias fue un samaritano (17:11-19). Jesús hace un contraste entre la orgullosa oración de un fariseo erguido, con la dolorosa confesión de un recaudador de impuestos que trabajaba para el gobierno romano (18:9-14). Jesús se preocupa sobre todo por aquellos que tienen una necesidad especial: los niños pequeños (18:15-17), un mendigo ciego (18:35-43) y un recaudador de impuestos de Jericó, a cuya casa Jesús se autoinvita (19:1-10).
Cuando visita a Jerusalén por última vez antes de su muerte, Jesús hace arreglos para ingresar montando en un burro (Lucas 19:28-40), una forma muy sencilla para entrar en la ciudad, en contraste con un poderoso rey que vendría montando en un caballo de lujo. Pero el profeta Zacarías (Zacarías 9:9) había dicho que el rey vendría a su pueblo un día como un hombre humilde, montado en un burro. Había grandes multitudes de seguidores a lo largo del camino que bajaba de la colina del monte de los Olivos y llegaba a la ciudad, que gritaban con fuerte voz que él era el rey enviado por Dios, como decían los Salmos (Lucas 19:38; Salmos 118:26). Pero los líderes religiosos no aceptaron esta afirmación y pidieron a Jesús que hiciera callar a sus seguidores. Jesús entonces les dijo a los líderes que Dios iba a castigar a Jerusalén al permitir que los enemigos la rodearan con ejércitos y destruyeran sus grandes edificios, incluyendo el templo (Lucas 19:39-44).
En la época de Jesús, Jerusalén era una ciudad impresionante porque Herodes el Grande, el rey que los romanos habían puesto en el poder en el año 37 a. C., la había reconstruido. El edificio más grande y más famoso era el templo, construido sobre una plataforma enorme hecha de piedras gigantescas de 36 pies de largo, 18 pies de ancho y 12 pies de altura (11 m x 5,50 m x 3,60 m). La construcción del templo tomó años a cientos de trabajadores, una vez terminado, la parte exterior medía más de media milla (800 m). No solo los judíos venían a verlo, sino también viajeros de todo el mundo. Su importancia no se basaba en su belleza y tamaño, sino en la creencia judía de que Dios estaba presente allí, al interior del templo. Solo el sumo sacerdote podía entrar en ese espacio sagrado, y únicamente una vez al año en el día de la expiación, cuando presentaba un sacrificio por los pecados del pueblo (Éxodo 30:10; Levítico 16). Alrededor del santuario había un espacio donde solo podían entrar los sacerdotes y, rodeándolo, la sección donde podían entrar los varones israelitas. Afuera de la corte de Israel se encontraba la corte de las mujeres. Los gentiles o no judíos solo podían entrar en el área exterior alrededor del templo, llamado atrio de los gentiles, y una señal de advertencia decía que el castigo en caso de entrar sería la muerte. Los sacerdotes ganaban mucho dinero cambiando el dinero de las personas por ofrendas y vendiendo animales para el sacrificio del templo. Jesús persiguió a estas personas que estaban vendiendo cosas en el templo (Lucas 19:45), y dijo que ejércitos extranjeros destruirían el templo (21:1-6) y toda la ciudad de Jerusalén (21:20-24). Los sacerdotes y dirigentes estaban furiosos con Jesús por decir que esas cosas iban a suceder. Y empezaron a hacer un plan para matarlo, pagaron a Judas, uno de sus seguidores, para que les ayudara a capturar a Jesús (22:1-5). Cuarenta años más tarde (66-70 d. C.) los romanos finalmente atacaron y destruyeron el templo y la ciudad.
Jesús celebró la última cena con sus discípulos y utilizó la copa de vino y el pan para decirles que iba a morir, y también para mostrar que su muerte sería la base para el «nuevo acuerdo» entre Dios y su pueblo, un acuerdo que llegaría a su plenitud en la nueva era, cuando el reinado o reino de Dios sería eficaz sobre el mundo entero (22:14-21). Después de la cena, Jesús llevó a sus discípulos a las afueras de la ciudad, al monte de los Olivos, y oró allí por ellos (22:39-46). Judas, sin embargo, condujo a la policía del templo hasta el monte, donde arrestaron a Jesús y lo llevaron a la ciudad. Pedro negó que alguna vez había sido un seguidor de Jesús (22:47-63).
Jesús fue examinado por el consejo, constituido por los líderes locales. Estaban furiosos por la afirmación de Jesús de tener una relación única con Dios (22:66-71). Lo entregaron después a Pilato, el gobernador romano de la región de Judea (23:1-5). Estos consejos regionales tenían libertad en la administración de las ciudades y distritos según sus propias leyes locales, pero cuando había asuntos que amenazaban la paz o eran políticos, la autoridad romana asumía el control. Los líderes judíos apelaron a esto cuando le dijeron a Pilato que Jesús se decía su rey, pero Pilato no pudo encontrar ninguna base para este cargo, así que lo envió a Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, quien era el hombre al que los romanos habían hecho gobernador de Galilea, donde vivía Jesús. Él gobernó Galilea desde el año 4 a. C., hasta 39 d. C., y construyó una ciudad capital de estilo romano en la costa de Galilea, a la cual llamó Tiberias en honor al emperador romano, Tiberio. Herodes tampoco pudo encontrar nada malo, pero vistió a Jesús con ropas lujosas para burlarse de él por decir que era rey (23:6-16).
Pilato asumió que Jesús estaba afirmando ser el rey de los judíos, que era un cargo político grave puesto que insinuaba que estaba tratando de iniciar una revolución de los judíos contra los romanos. Basados en esta acusación política, los romanos condenaron a Jesús a muerte y pusieron una inscripción sobre la cruz de Jesús para mostrar la causa de su ejecución: «Este es el Rey de los judíos». (23:38). Murió el viernes por la tarde, poco antes de que, con la puesta del sol, empezara el Sabbat judío.
Un miembro del consejo judío –llamado José– no estuvo de acuerdo con la decisión de matar a Jesús, así que después que Jesús murió tomó su cuerpo y rápidamente lo enterró en su propia tumba, que había sido tallada en la roca (23:50-54). Algunas mujeres que seguían a Jesús quisieron preparar el cuerpo con especias olorosas para el entierro, pero tuvieron que esperar hasta el domingo por la mañana después del Sabbat (23:55-56). Cuando regresaron, encontraron la tumba vacía y no encontraron su cuerpo. Les dijeron que había resucitado de los muertos, y ellas informaron esto a los discípulos. Ellos no les creyeron. Entonces Jesús, resucitado de entre los muertos, reunió a sus discípulos y les dijo que su muerte y resurrección habían sido profetizadas en las Escrituras. Compartió el pan con ellos, para recordarles de su última cena juntos y asegurarles de que él seguiría reuniéndose con su pueblo cada vez que compartieran el pan y el vino. Les pidió que leyeran y estudiaran la ley de Moisés y los libros de los profetas para que entendieran lo que Dios había hecho y lo que seguiría haciendo a través de él para renovar a su pueblo. Entonces fue tomado, lejos de ellos, para estar con Dios.
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